jueves, 4 de octubre de 2007

The walk


Eran como las 3 de la madrugada del jueves 4 de Octubre. Venía de despedirme de una buena amiga y la noche era tan agradable que sugería un pequeño paseo.

Desde que volví hace unos dos años de la Universidad, me acostumbré a dar largos paseos por la ciudad, en parte como una forma de redescubrirla y en parte por matar mi espíritu viajero, siempre empujando desde el interior. Yo considero el acto de caminar uno de los rituales de reflexión más reconfortantes y es por esto que adoro practicarlo en la madrugada, cuando el resto de la ciudad duerme, las calles están desiertas y la tengo sólo para mí y mis pensamientos.

He utilizado estos paseos en épocas decisivas de mi reciente pasado, algunos de ellos acompañado y siempre he acabado reposando en los bancos del puerto, donde sopla una brisa que huele a sal, los barcos se mecen muy lentamente y pequeñas gaviotas noctámbulas planean sobre la superficie del agua. Normalmente la niebla que proviene del oceáno cubre todo el malecón y, con las luces cálidas de las farolas, se empasta el ambiente. De vez en cuando pasa una patrulla de policía o una furgoneta de reparto, se ven a lo lejos los muelles industriales cargando o descargando enormes barcos llegados de Indonesia, Canadá o Oriente Medio. Mientras todo esto pasa a mi alrededor pienso en todos los lugares que asocio a mi modesta historia: la gente que he conocido, los locales que he frecuentado, las tiendas que han desaparecido, los edificios que se construiran en mi ausencia.
Y pienso en cuándo regresaré, en lo bien que sienta este paseo, en respirar profundo, en despedirse.